He
quedado con un buen amigo para hablar de cosas que se hablan en sitios como
estos. Me permito toser, como quien justifica el chiste, o directamente declararme habitante de
un universo de personas que problematizan sobre la fenomenología del peluche, entiéndase por tal, esa disciplina
que versa sobre conversaciones, razonablemente civilizadas, basadas en la especulación y fundamentalmente pretenciosas.
Justo
antes de entrar, mi amigo -que ha publicado un magnífico ensayo en The Nation
motivo de este encuentro- y yo, hablamos sobre ‘el nivel del lector’. También sobre traducciones,
periodismo y demás
inquietudes de los 'story tellers' -cabe destacar que el story teller es él-. Yo sólo escribo para vivir.
Nada más atravesar el umbral de la
puerta, me sentí incómoda. Había pasado antes frente a esa
especie de librería café, pero jamás había entrado. Y mis primeros
pasos en el interior del local no hicieron más que empeorar la primera
sensación de
aquella mañana.
Y no fue desagradable porque el lugar
fuese feo; al contrario, tenía hermosos pisos de madera; columnas antiguas; altos
techos, también de
madera; mesas envejecidas, con coquetos maceteros; ediciones de bolsillo,
cuidadas tapa dura, curiosas traducciones...
Pero
todas aquellas estanterías llenas de libros me produjeron una especie de malestar físico. Como si en verdad fueran
palabrotas, excentricidades o imposturas ante las que es mejor hacerse la vista
gorda.
-Un café con leche y un cortado, por
favor.
Cuando
retomamos la conversación, ya sentados en una mesa, volvimos sobre el ensayo que mi
amigo había
escrito. Buscaba en la versión PDF almacenado en mi Ipad el párrafo donde creí que mi amigo mejor retrataba
la figura de uno de los editores españoles clave para explicar el auge y caída de un cierto tipo de
periodismo de los últimos 30 años. Mientras hacía esfuerzos por conseguirlo, sentía a mi alrededor el peso de
presencias. Libros, libros, libros.
Novedades.
Unas tras otras. Diario de un invierno,
de Paul Auster. Delicadas y coquetas traducciones de Salamandra. Todo ahí, muy junto, con un poder orgiástico y acumulativo. Una energía superior a la de todos los
bosques tropicales del Amazonas rociados con toneladas de cloro ejercía.
Tantos
libros, tanto papel. Pensé con mi tableta a cuestas. No soy una entusiasta de los
e-books, Ni mucho menos. Líbreme Dios de promover el progreso o militar en las filas
del futuro.
Recientemente,
en su comparecencia ante la Comisión de Cultura del Congreso de los Diputados, José Ignacio Wert habló de bajar el tipo de IVA del
libro electrónico
al mismo nivel que el gravamen del libro en papel.
Al
momento no podía dar
crédito.
Primero, por la falta de detalles sobre el anuncio, y segundo por la poca
curiosidad que generó entre los parlamentarios, quienes se entretuvieron
largamente en el origami electoral de la tauromaquia sí/tauromaquia no, o catalán sí, catalán tal vez.
Tan sólo en enero de 2012, la
Agencia del ISBN registró un total de 7.634 títulos de los cuales 1050 (19%) eran sólo de ficción y 'temas afines'. A eso se
suma otro dato, tan curioso como alarmante, en el año 2011, las editoriales españolas publicaron más de 103.000 libros en todos los formatos (papel, digital,
y otros) y en todas las lenguas.
¿Hay
lectores para tantos libros? ¿Qué se edita y qué se lee? Según las cifras aportadas por la Federación de Gremios de Editores de
España(FGEE) , más de
tres mil editoriales españolas publicaron al menos un libro.
Si las
cifras aportadas por la FGEE son
exactas, el sector libro aporta 3.000 millones de euros, un 0,7% del PIB, y da trabajo a 30.000 personas. El
libro es una de las industrias más protegidas empresarialmente hablando, goza de un precio
fijo en un mercado en el que los libreros y distribuidores –además de determinadas editoriales-
gozan de subvenciones y protecciones oficiales, además de compras de bibliotecas.
Ajá. ¿Será por eso el recelo de las
asociaciones de libreros al e-book y cualquier cosa que se le parezca?
Pero
ahora veamos el otro lado. Según el barómetro de lectura de este año, cada español compró una media de 9 libros en
2011. No es una cifra despreciable y sin embargo, existen autores como Lucía Etxebarría, muy dada ella al espectáculo –desde el del canalillo al de
la escritura vaginal- que han decidido que rasgarse las vestiduras puede
incrementar las ventas en el mecanismo de trituradora editorial.
Hace poco
menos de dos meses, en los días de navidad, unas semanas antes de lanzar a la venta su
nueva novela, Lucía
Etxebarría anunció que
dejaría de
escribir a causa de la piratería. Causó revuelo con una tormenta de tonterías de las que los medios nos
hicimos eco.
Al día siguiente del anuncio de Etxebarría, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte aprobó el reglamento de la Ley Sinde
y la puesta en marcha de una comisión de Propiedad Intelectual. Etxebarría vio la luz y recobró la vocación. Con medidas como ésa podía volver a escribir. Santo Wert
o menuda burla.
Son casi
las once y media cuando Jon, mi amigo, y yo estimamos oportuno levantarnos y
seguir con nuestras labores. Estamos levantándonos de la mesa cuando una
mujer con actitud ansiosa y un
perro puddle atado a una cadena hala para sí una de las sillas en la que
todavía está posado uno de nuestros
abrigos.
“¿Os
vais ya?”, preguntó la mujer. Sí me deja terminar de coger mis
cosas, tal vez, pensé en responderle.
Al
fijarme bien de quién se trataba, noté que era Lucía Etxebarría, la tosca autora a la que referí en párrafos anteriores, quien ahora
se acomodaba, muy histérica ella, en la silla, frente a un portátil mastodóntico. El puddle, que
seguía
atado, daba vueltas alrededor de
la mesa con la vehemencia insana con la que dueña dirigía sobre todo una mirada maniática y aprehensiva –quizás ambos, el perro y ella,
tomen la misma medicación-.
Alrededor, libros... libros y más libros. Volví a mirarla.
Sentí una mezcla de agotamiento y horror.
Hay cosas sobrevaloradas.
Cogí mis cosas y salí de ahí.
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